viernes, 4 de mayo de 2018

DÍA NEGRO/NOCHE BLANCA

“Pum, pum” —sonaba una y otra vez la puerta. Retumbando al ritmo de mis latidos— Siempre entre las doce y tres, siempre entre las doce y tres de la tarde, —no podía sacar ese pensamiento de mi cabeza.

Sabía que era ella, pero ignoraba su llamado. No importaba que subiera las persianas. No importaba la luz entrando por la ventana de mi cuarto. Siempre sucedía entre las doce y las tres.

Esta vez ella logró romper la cerradura. La madera estaba desgastada y no era por las polillas, los golpes diarios sometieron el marco que acogía la cerradura. Retrocedí con la linterna en mano, la encendí al momento de chocar contra la pared; pero fue en vano, había demasiada luz como para notarse la de mi linterna. Cerré los ojos con fuerza. Sentí sus pasos acercarse hacia mí lentamente. Su respiración era agitada e intimidante. Se escuchaba con intensidad, al ritmo de sus pasos. Acercó su rostro hacia el mío, casi rozándome. Podía sentir su respiración quemarme. Sus latidos ahogaban mis oídos.


—No debo abrir los ojos —repetía una y otra vez entre murmullos.


De pronto, todo estaba silencio, solo se escuchaba mis murmullos. Seguramente son las tres de la tarde. Abrí lentamente mis ojos. Al abrirlos por completo su brazo se dirigió con violencia hacia mi sien, azotando mi cabeza contra la pared…

Desperté cuando el sol se había ocultado. Todo estaba de negro, solo una pequeña luz dibujaba la forma de mi ventana en el piso de mi habitación. Ahora era mi turno de buscarla por las calles.

Mientras me cambiaba de ropa noté que todo me quedaba grande, pero lo ignoré. Tomé mi sudadera favorita y me la puse. Sabía que para ella también lo era.

Las personas me observaban desconcertadas mientras caminaba por la vereda ¿A caso nunca vieron un muchacho caminar por la noche?

Me escondí en un callejón, esperando que mi sudadera favorita la atrajese… En el momento que la vi pasar por la esquina, le golpeé la cabeza con el martillo de la caja de herramientas de mi padre, sabía que no le importaría, pues él ya no estaba más con nosotros. Al instante cayó al suelo. Su cabello largo y burdo cubría su rostro. Estaba seguro que era ella, pero estaba vestida diferente. Llevaba puesto unos tacos número doce, falda corta, blusa escotada y una chaqueta de cuero. Emanaba olor a licor, cigarro y fluidos ocasionados por la libido.


—Maldita zorra, lo volviste a hacer —murmuré entre dientes.


La arrastré por el callejón, conocía cada rincón de la zona, sabía exactamente por donde pasar desapercibido. La colgué con los brazos extendidos al igual que las piernas y ajusté las cadenas con tensión suficiente para que el dolor la despertara. Le tapé la boca para que no gimiera. Encendí la televisión para opacar cualquier ruido. Tomé una sierra y comencé a cortarle las piernas muy lento. Sus ojos se salían casi de órbita mientras me observaba, la mordaza le impedía quejarse. Se retorcía con desesperación, mientras la sangre recorría cada rincón del sótano, las planta de mis zapatos se empaparon por el líquido hasta casi pegarse en el suelo.


—Ahora no podrás atormentarme más —dije en voz alta.


Al terminar retrocedí para contemplarla a distancia. Sabía que ahora ya no volvería a molestarme entre las doce y tres.

Al instante escuché un ruido, o al menos lo imaginé. Giré mi cabeza hacia la izquierda. En el espejo observé que yo era mi madre. ¿Cómo podría ser mi madre si ella estaba frente a mí? Me agarré la cabeza intentando no enloquecer. ¿Cómo podía yo ser mi madre? Aterrorizado retrocedí lento, hasta tropezar con algo. Caí al suelo de espaldas. Giré mi cabeza buscando saber con qué me había tropezado. Ese si era yo, o al menos parecía. Me encontraba tirado en el suelo sin piernas, emanando un olor a putrefacción. Al parecer llevaba tiempo descomponiéndome.



Nota: Este cuento fue publicado en la antología "Sin Vientre" de la revista Aeternum.

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